8.05.2009

De amor o de muerte?



–¡Nos vemos luego! –gritó con todas sus fuerzas un niño de cabellos profundamente negros, bastante largos y ojos rojizos que, si tenía suerte y se mantenía sereno, usualmente se veían marrones.

Su nombre era Cercis y tenía lo que en apariencia eran doce años, mas ya había vivido varias décadas; aún así, apenas era un niño, un niño ángel. Ajeno a todo, el pequeño siguió su camino, corriendo por una amplia avenida blanca en dirección al centro del Paraíso donde se encontraba, entre otras edificaciones, la academia donde se formaban los ángeles y donde posteriormente se les adjudicaban las tareas que debían llevar a cabo según sus capacidades y dones naturales.

Aún desde la distancia, un par de ojos azules observaban al joven ángel alejarse corriendo, acción que extrañaría a todos si no supieran quien era ese pequeño y es que, tal y como dicen los cuentos y relatos sobre los sirvientes de Dios, cada ángel tenía sus propias alas desde el mismo instante en que eran conscientes de sí mismos. Lógicamente, muy pocos ángeles preferían sus pies por sobre sus alas, con una sola excepción, la cual corría rumbo a su destino.

El ser dueño de esos ojos azules cual zafiros continuó observando a su protegido hasta que lo perdió completamente de vista y, aún a pesar de ya no verlo, continuó con la vista fija en el lugar donde había desaparecido, reflexionando. Finalmente, luego de varios minutos, extendió sus enormes alas blancas (que hasta entonces habían permanecido escondidas por su voluntad) y salió volando en dirección al Edén.

****

En la Academia las cosas pasaron igual que de costumbre para Cercis, es decir, atendió a las clases de siempre donde le enseñaban desde la bondad del padre de todos ellos, sobre la naturaleza humana y demoníaca, hasta como utilizar sus poderes angelicales. Esta última clase en especial era la más aborrecida por el niño y de la cual acababa de salir pitando luego de que les indicaran que había terminado la hora.

Agotado y adolorido corrió hacia el lugar donde siempre solía refugiarse: una laguna de aguas azules y pacíficas, escondida en la profundidad del parque que había tras la Academia. No era tan tonto como para pensar que nadie conocía y frecuentaba ese lugar, pero sabía que mientras él estuviera allí nadie se acercaría. Esa era la realidad.

Caminó con lentitud hasta la orilla de la laguna y se sentó sobre la hierba que hasta entonces exhibía un color verde esmeralda saludable pero que, ante el contacto con el ángel, comenzó a marchitarse con rapidez, hasta secarse por completo en un diámetro de un metro. El pequeño de cabello negro miró el silencioso espectáculo con tristeza, culpa y dolor, él no quería hacer eso, pero tampoco podía evitarlo. Era en esos momentos en los que se preguntaba por qué Dios aún no lo había echado a patadas del cielo, a él quien a pesar de ser un ángel mataba todo cuanto tocaba. Al menos todo lo que no se podía defender de su extraña y dañina aura.

Con parsimonia sacó de un bolso que siempre cargaba un improvisado maletín de primeros auxilios. Otra rareza para añadir a la lista, solía pensar, porque cualquier ángel del Paraíso, sin importar el rango, la edad o la experiencia, tenía la innata habilidad de utilizar poderes de curación. Todos excepto Cercis que hasta donde era capaz de recordar jamás había sido capaz de utilizarlos.

Demasiadas cosas lo hacían demasiado diferente y lo separaban inevitablemente del resto de sus congéneres porque, si bien no lo discriminaban por pura maldad (ya que de ser así hubieran terminado por caer del Paraíso), era un hecho que lo discriminaban.

Sacudió la cabeza en un intento de espantar tales pensamientos que de poco le servían y prefirió darse a la tarea de curar las múltiples heridas que adornaban sus brazos y piernas e incluso su rostro infantil. Cada día era lo mismo, pero por lo menos podría agradecer que su capacidad de recuperación era mil veces más rápida que la de cualquier humano y en unas pocas horas no le quedarían ni siquiera marcas.

–Si quieres puedo ayudarte con eso –ofreció amablemente una voz a espaldas del niño, el cual se sobresaltó de tal manera que dejó caer todo lo que tenía en las manos y por poco no se cae el mismo dentro del agua de la laguna.

Molesto, se giró para ver quien le había hablado, aunque el fondo estaba más molesto consigo mismo por no prever la llegada del intruso. Sus ojos sin duda rojizos chocaron con unos brillantes y enigmáticos ojos verdes que inmediatamente supo que nunca antes había visto. Ese otro ángel, físicamente un poco mayor que él y de cuerpo con formas femeninas cubierto por una túnica blanca y dorada que parecía flotar a su alrededor ni siquiera se inmuto ante el escrutinio o la mirada de pocos amigos que el otro le dirigía. Por alguna razón ella se le hacía conocida.
–No necesito de tu ayuda –contestó con bastante brusquedad, volviendo a su tarea. Un minuto más tarde añadió, con voz más suave–. ¿Quién eres y por qué no te has ido repugnada?

–Me llamo Erythrinn y no veo motivos por los cuales irme de ese modo –respondió sentándose también en la orilla pero a cierta distancia.
La chica, sin quererlo, dirigió una mirada triste a la hierba muerta debajo de Cercis y él, notando su mirada, sonrió con sarcasmo mas no sin tristeza.

–Sí, claro, no hay nada –dijo, acompañando su voz con el mismo tono que acompañaba su sonrisa. Él también miraba el círculo muerto a su alrededor.

–Eres tu quien cree que existen motivos por los cuales yo deba rehuirte como a la peste –continuó ella buscando una posición más cómoda para sus blancas alas, aunque a Cercis le pareció ver un brillo plateado en ellas, lo cual era imposible. Solo los ángeles de más alto rango tenían alas platinadas y después de la desaparición del último arcángel, Avvir del aire, ya no quedaba en el Paraíso ningún ángel con tal poder. Volvió a fijarse pero ni rastro de tal brillo.

–Como sea, ¿a qué has venido? –inquirió volviendo su atención una vez más a sus heridas.

–¿Por qué no te defendiste antes? –inquirió, ignorando la pregunta anterior.

–No quiero sonar tan grosero pero, ¿acaso nos conocemos? Yo creo que no, así que no veo una razón por la cual te importe –la verdad se le estaba acabando la paciencia con esa muchacha pero más importante, después de tanto tiempo de ser ignorado el niño ya no sabía cómo tratar con otros, excepto tal vez por su protector.

Erythrinn suspiró. El chico no se la ponía fácil, casi parecía que la trataba a ella con mayor frialdad que al resto de los ángeles, aunque bien visto, ella había sido la que empezó con mal pie asustándolo de muerte. Además estaba eso otro…

Ella sonrió.

–¿Qué es lo gracioso? –preguntó, harto.

–Que estuvimos en el mismo recinto recibiendo las mismas clases durante horas, pero como supongo que no prestabas atención –acentuó su sonrisa al ver la sorpresa y el sonrojo en el rostro infantil–, me presentaré otra vez: soy Erythrinn, la nueva alumna.

–¿De… verdad? –preguntó, ella asintió y él se sintió enrojecer un poco más.

Ahora sabía de donde le parecía conocida, apenas un rato antes habían estado en las mismas clases pero, para hacer honor a la verdad, él no tenía ni idea. Usualmente prestaba atención, pero nada más que a las lecciones, lo que pasara con sus compañeros era para él como si ocurriera en otro mundo. Evidentemente la presentación del ángel de ojos verdes había ocurrido en ese otro mundo, muy lejos de su centro de atención. Cercis parecía estar deseando que se lo tragara la tierra.

–¿Te importaría decirme tu nombre? –volvió a hablar Erythrinn al ver que el niño de negro cabello no tenía planeado hacerlo.

Sorprendido, finalmente miró directamente a su insistente interlocutora y en lugar de responder a la pregunta formulada, expresó su más insistente pensamiento:

–No comprendo… ¿por qué no te vas? ¿Qué acaso no me ves? –comenzó con lentitud, pero sintiéndose invadido por sentimientos que había guardado celosamente en su interior– ¿No ves mi pelo, mis ojos? ¡¿Acaso no has notado el espacio muerto a mí alrededor?! –gritó finalmente, dejándose llevar por la frustración y la ira acumulada. La chica se limitó a mirarlo y escucharlo, sin inmutarse, lo cual enfureció aún más al ángel de ojos rojos–. ¡Así como la hierba, todo a mí alrededor se muere! –se incorporó con violencia y arrancó una flor azul de las que crecían allí y se la puso a Erythrinn a escasos milímetros del rostro. Inmediatamente la delicada flor se marchitó y secó–. No soy más que un fenómeno o una especie de monstruo, ¡¿por qué ibas a querer saber el nombre de algo como yo?! –preguntó con todo el dolor de su alma a flor de piel–. ¿Aún crees que no tienes motivos para alejarte asqueada de mí? Soy todo lo que un ángel no debe ser, ni siquiera mis alas son como las todo el mundo… –callo de repente al notar que, en su arranque, había hablado más de lo que jamás hubiera querido. Al final se alejó de ella y se dejó caer en el círculo de hierba muerta, con el rostro escondido en los mechones de su cabello.

Pasaron varios minutos en completo silencio, sin siquiera moverse. Cercis sabía que ella no se había ido pues sentía su presencia aún presente y sinceramente no lo comprendía, no comprendía por qué querría compartir su espacio con el de él. ¿Por qué no hacía lo que todos hacían: evitarlo? Ella por su parte estaba sorprendida, más allá de la tranquilidad que se mostraba en su rostro sereno. Sabía que sería difícil entablar una conversación con él, pero nunca esperó realmente que reaccionara tan violentamente. Con un mal presentimiento dirigió su verde mirar al cielo siempre hermoso y despejado pero que ahora, por primera vez para ella, se mostraba oscuro y lleno de nubes negras y púrpuras que se convulsionaban violentamente, como si una terrible tormenta estuviera a punto de dejarse caer hasta arrasar con el Paraíso.

–Creo que puedo responder a tus preguntas, pero calma tu temperamento antes de que te caigas a la tierra de sentón –dijo Erythrina con tranquilidad y un resquicio de broma en la voz… o al menos el intento. Estaba demasiado nerviosa como para bromear en serio.

Cercis bufó y escondió todo su rostro entre sus rodillas y sus brazos.

–Como si me fuera a caer por tan poca cosa –masculló desde su posición. Aunque calmando, de cualquier modo, su furia sin sentido y suplantándola por el arrepentimiento. Le había gritado a alguien prácticamente desconocido cosas que nada tenían que ver con ella, eran sus problemas, no había razones ni excusas para comportarse de tal modo.

Cuando la furia del ángel negro se calmó el cielo volvió a la normalidad, las negras nubes desaparecieron tan rápido como hicieron acto de presencia, aunque la preocupación en los corazones de los otros ángeles que habían visto el tenebroso espectáculo no se desvaneció. Hacía tiempo que las cosas no marchaban del todo bien en el Paraíso, nadie estaba seguro de que o por qué exactamente, pero era una sensación que los embargaba a todos los seres vivientes allí, todo se había complicado con la misteriosa desaparición del arcángel Avvir, y por si eso fuera poco, últimamente la cantidad de ángeles que caían del Paraíso por el peso de la maldad había aumentado.

Las cosas no se veían bien, pero nadie se atrevía a decir ni una palabra.

–Lo siento… no debí descargarme contigo, nada es tu culpa –habló ya tranquilo el pequeño de cabello negro, aunque aún escondía su rostro.

–Descuida, yo también fui descuidada con mis palabras…

–No mientas –interrumpió levantando la cabeza y mirándola con el arrepentimiento escrito en cada rincón de su rostro–. No dijiste nada que no debieras, no debí reaccionar así, eso es todo.

–Como quieras –la chica se incorporó del sitió donde estuvo sentada desde que llegó y estiró sus brazos, piernas y alas, acalambrada por haber mantenido la misma posición todo el tiempo.

Con delicadeza recogió la flor marchita que Cercis había arrojado antes y el chico no pudo menos que sentirse horrible, no solo había perdido los estribos ridículamente sino que además había intencionalmente arrancado y quitado la vida a una hermosa flor. Él ya estaba lo suficientemente resignado a lo que inevitablemente causaba en la naturaleza su tacto y a veces su sola presencia como para sentirse demasiado culpable, pero lo de hacía un rato era algo totalmente diferente. Ningún ángel podía cometer un acto así sin sentirse terriblemente mal.

–Pero sabes, pese a tus reclamos no creo que seas un monstruo –él le dirigió una mirada furibunda a lo que ella levantó ambas manos para defenderse–. Mira, no voy a negar que eres más extraño que muchos ángeles que haya conocido pero vamos, eso no te convierte en un monstruo.

–¿Y tú que sabes? Ni siquiera me conoces.

–Tal vez no, pero creo que tu y yo sabemos que los monstruos no tienen cabida en este sitio –respondió con una sonrisa amigable–. Además, tu cabello no es feo, te queda bien. Apuesto que ni siquiera tus alas son tan terribles como dices.

–No hables de lo que no sabes –contestó con secamente, aunque en el fondo sentía un enorme alivio y creciente felicidad. En todos los años que había vivido solo una persona lo había tratado con tanta familiaridad y sin sentirse incómodo por su presencia.

Siguió con la mirada a Erythrinn que se sentaba nuevamente sin dejar tanta distancia entre ellos para así poder conversar mejor. Observó como acomodaba sus alas hacia atrás, al igual que su largo cabello rubio casi blanco que caía en suaves y delicadas ondas por su espalda.

“Ella si es un auténtico ángel” fue el triste pensamiento que cruzó su mente.

En el Paraíso el color más oscuro que se podía ver era el castaño claro y, aún así, eran pocos los que ostentaban tal coloración. Tal vez en el mundo humano tener el cabello negro fuese incluso algo deseado pero allí, tener el cabello de ese color solo era indicio de algo malo. Solo un ángel lo había poseído una vez antes de Cercis y el niño no podía evitar estremecerse y llenarse de temor al pensar en ese ser. Él no era tonto, sabía que la mayor parte del rechazo de su gente se debía al mismo temor que lo embargaba a él, que el fuera…

–Tu no eres como él –afirmó repentinamente la muchacha que lo había estado observando todo el tiempo.

–¿Eh?

–He escuchado lo que se dice sobre ti, pero es sencillamente ridículo; porque es eso lo que te preocupa tanto, ¿no es así? La similitud física que tienes con ese… traidor –casi escupió la última palabra. Erythrinn acercó su rostro de expresión desafiante a un sorprendido Cercis–. Es el ser humano el que tropieza dos veces con la misma piedra, no nuestro Señor, más te vale recordarlo. Tú no eres como él –repitió.

No del todo convencido el ángel de ojos rojizos llevó sus rodillas hacia su pecho y las envolvió con un brazo mientras que con su mano libre jugueteaba con los mechones negros que caían descuidadamente sobre los ojos, observándolos con desprecio, como si desease que desapareciesen.

–Aún no lo crees –afirmó sin demasiada delicadeza la chica ángel.

Cercis suspiró y volvió sus ojos al agua tranquila.

–No es eso, es solo que no lo comprendo –confesó, completamente serio–. ¿Qué sentido tiene que mi cabello y ojos sean así? A veces me pregunto si nuestro padre me tiene algo reservado o si es solo una mala broma… ¿por qué sino soy así? Podría tener cualquier apariencia, pero en cambio luzco exactamente como se describe a Lucifer, el primer ángel en caer en desgracia…

Se calló inmediatamente al sentirse elevado por un poderoso agarre en sus ropas a la altura del cuello. Aún se sorprendió más al encontrarse con un par de furiosos ojos color verde, un escalofrío le recorrió la columna. En ese momento, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, se sintió invadido por una opresiva sensación en todo el cuerpo, algo que hasta entonces no había sentido, no al menos con tal magnitud: miedo.

–Nunca vuelvas a mencionar frente a mí el nombre de ese ser despreciable, ¡nunca! –dijo entre dientes Erythrinn con la voz cargada de odio. El niño apenas si logró asentir ya que el increíblemente fuerte agarre de la chica apenas le permitía el movimiento, además de que a su paralizado cerebro le era case imposible coordinar cualquier orden.

Lo siguiente que supo fue que ella le liberó de la doble presa que sus ojos y su mano ejercían y que cayó sin ninguna elegancia en el mismo lugar en donde antes estuviera sentado. No fue sino hasta que la voz de ella se volvió a escuchar, esta vez serena y con un tinte de arrepentimiento, que se dio cuenta de que estaba temblando ligeramente.

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La verdad es que no era esto lo que planeaba subir, pero en vista de que dejé aquello que escribí en otra computadora y que no hay modo de que por ahora lo recupere, decidí subir esto, escrito recientemente.


Y tampoco sabría decirles que es. Ultimamente más que nunca he estado atrapada con el tema de los ángeles y los demonios (me encantan, que le voy a hacer, xD) y decidí que tenía que sacarme las ganas de escribir algo con ellos. Sin embargo, lo que empezó con la idea de un sencillo relato (más o menos corto) con este adorable ángel de cabello negro como prota, acaba de mutar en mi mente a algo más elaborado (y seguramente más consistente).


Me gusta el tema y más allá de las creencias religiosas de cada uno, la historia de los ángeles es estupenda.


Hace algún tiempo leí un manga con estos seres como protagonistas llamado Angel Sanctuary, que la verdad da una visión bastante innovadora del Cielo y sus etéreos habitantes (aunque seguramente muchos dirían "una visión heretica" donde el cielo es más bien un caos de corrupción, pero de los buenos :3).
Personalmente lo recomiendo a todos aquellos que no sean sensibles a ese tema ni al incesto, xD.


Y bueno, como que me fui de tema.


Proximamente veremos que sale de esta idea. Tal vez deje otro retazo por aquí. Así que hasta el siguiente encuentro!


Oh! Por cierto, el título de la entrada es un poco raro, verdad? Si buscan el nombre del prota (Cercis) en google, les va a salir información sobre cierto árbol llamado coloquialmente "Árbol del amor", aunque también se lo llama "Árbol de Judas" ya que hay historias que cuentan que de uno de esos árboles fue donde se ahorcó Judas Iscariote, el que vendió a Jesus (creo que según la Biblia fue de una higuera, xD).
En fin, un bonito nombre para un ángel, no? x3


Mata ne!